Al posar sus pies enfundados en cuero sobre la húmeda y sucia acera. Matt no pudo evitar dar unos traspiés al oír la serenata nocturna de una sirena de policía. La cual cabalgaba el coche de policía que empapó con el agua procedente de un charco cercano al bordillo de la acera bastante turbio. Que en estos momentos se afanaba en recomponer su estructura y calmar las ondas que había provocado el coche.
El hecho de que esa agua (siempre y cuando pasemos por alto que esta no era ni incolora y desprendía un fétido olor que sería capaz de despertar entre alaridos a un muerto) le salpicase fue la puntilla que necesita para echar a andar calle abajo.
Hacía tiempo que sucesos como le arrebataron su sonrisa y disfrutaban agitando su vida en todos los aspectos.
Primero fueron los acontecimientos más o menos cotidianos reproducidos en un bucle eterno. Que se le cayeran los libros por las escaleras del instituto, que él mismo y las risas de sus compañeros acompañasen a sus ya medio rotos libros y destrozados cuadernos….
Más tarde, gozó de las mieles de la impopularidad, sus múltiples hematomas producidos por las escaleras y su bajísima forma física. Que si un insulto en gimnasia, una risa burlona en matemáticas, un empujón para acelerar la caída por las escaleras en el segundo piso… Esta ensalada de agravios fueron repetidos hasta convertirse en collejas cuando se paseaba por el instituto 1. Y ¿Cómo no? Las collejas y empujones evolucionaron para convertirse en las más sádicas y crueles palizas con roturas de huesos incluidas después.
Las palizas desembocaron en unos gigantescos gastos médicos. De tal forma que el chico llegó a pasar más días anuales en el hospital que un su propia cama. Como los padres tenían dinero, fue ingresado en un carísimo hospital privado.
Creado en sus origines por monjas que se prestaron a curar a los numerosos heridos de las contiendas medievales de celebradas en la Ciudad. Razón por la que tenía cierta fama de milagroso entre los cristianos devotos, como los propios padres de Matt. A decir verdad tenía cierto halo de misterio y pureza. Lo que Matt pensaba que era debido al olor a desinfectantes que viciaba el ambiente.
Los primeros meses en el hospital transcurrieron de una forma más o menos normal. Entre sondas y pastillas fue donde el hasta entonces alegre rostro del muchacho comenzó a apagarse.
Postrado hace meses en una rígida e incómoda cama de hospital, aprisionado por los barrotes negros que componían el armazón de su antaño blanca y actualmente gris mastaba. Acompañado en su pesar por unas flores mustias a la izquierda, que como él estuvieron una vez repletas de vida. El resto de la compañía la componían unas pésimas y aburridísimas revistas añejas y con polvo como decoración, editadas hace cerca de tres meses, las cuales se encontraban a la derecha.
Poco a poco, los médicos comenzaron a mirarle con una mirada triste, vaga, compasiva, como si albergaran una lástima oculta por el pobre paciente de la habitación número 178. Como si intentaran dejar sin contemplar las partes desagradables de una película de terror. Fue al mismo ritmo, lento pero inexorable. Con el que los hombres y mujeres vestidos con impolutas batas comenzaron a hablar, casi susurrar entre ellos. Como si el enfermo fuera un durmiente inexistente. Y pese a que los profesionales de la salud lo intentaron, no pudieron evitar dejar de sentir lástima por el chico, incluso después de su trágico final.
1: Mejor dicho: Cuando se pegaba a la pared e intentaba andar rápido y pasar desapercibido
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