Poco a
poco, como todas las mañanas de mi vida; volví a abrir los ojos y despegue los
labios con una punzada de dolor. Labios que se encontraban pegados al suelo.
Había dormido boca abajo en una mala postura y tenía el cuerpo
agarrotado.
Tarde varios minutos en mover perezosa y costosamente mi musculatura
acalambrada. Primero los brazos, después la espalda haciendo rotamientos y
finalmente, las piernas para acabar por el cuello. El dolor no respeto ni un
ápice de mi cuerpo.
Incluso cuando me incorporé sobre mis dos piernas. Con gran decepción, pude ver
y sentir como mi pierna izquierda no respondía a mis órdenes, de modo que se
doblo como una ramita. Así que yo caía de rodillas otra vez al suelo. Me costó
parar la caída con las manos, y terminé en el suelo en una rara postura, medio
de rodillas medio tumbado.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que la humedad cálida del día
anterior se había convertido en una bruma sofocante que dificultaba mi respiración.
Estuve unos minutos mirando ensimismado mis manos, parecían haber crecido o
incluso estar creciendo en ese preciso instante. Todo era frenético.
Mi respiración aumentaba su velocidad mientras que mis pupilas se dilataban.
Mis cabellos se erizaban al unisonó y mi piel se ponía de gallina. La lengua
asomaba por la boca probando otra vez el sabor del sudor y las heridas ya casi
curadas. Miles de palabras se agolpaban en mi cabeza. Palabras que nunca habían
aparecido antes y viejas conocidas, entre las que se encontraban preguntas,
conversaciones, respuestas y nombres. Un nombre en especial.
El de la serpiente. Un nombre que no reproduciré aquí por ser demasiado secreto
y conocido al mismo tiempo como para poder escribirlo.
Fue el nombre mismo el que me trajo un fortísimo dolor de cabeza. Tan fuerte
que me hacía gritar en un susurro al mismo tiempo que me retorcía en el suelo.
La jaqueca era acompañada de singulares sensaciones. Podía sentir como las
palabras brotaban por todos los poros de mi piel en un torbellino de luces
naranjas y doradas que revoloteaban a mí alrededor.
Las letras y los pensamientos fluían a través de mi cuerpo como si fuera el
canal perfecto para ellos hasta desembocar en espirales de los colores del sol.
Espirales que hacían brillar las partículas de polvo que flotaban en esos
momentos en la estancia. Partículas que eran impulsadas por mis respiraciones y
los sonidos proferidos de mi garganta, gritos y susurros de dolor.
En esos momentos oía miles de voces en mi cabeza. Hablando, eran más bien
trozos de conversaciones inconexas. Todas tomando lugar en mi mente sin que yo
las autorizara. Creando el caos y la confusión. Tan pronto cambiaban de género
como de contexto, mostrando una falta absoluta de interés en mi bienestar.
Los diálogos luchaban por mi atención, al principio lo intentaron subiendo su
volumen. De forma que me encontraba en un mar de gritonas conversaciones
inconexas, por si oír voces en tu cabeza mientras te retuerces de dolor rodeado
de fantásticas y bellas espirales no fuera suficientemente malo.
Más tarde probaron a cambiar el tono que usaban. Algunas eran estridosamente
agudas, como un pitido y otras estruendosamente graves, similares a un claxon.
Incluso algunas en medio de la pelea constante decidieron mantener un tono
monótono y pesado como quien lee el más aburrido de los libros.
El turno del tercer intento llegó cuando un grupo de conversadores, por
llamarlos así, decidió cambiar el timbre de las voces. Algunas pasaron a ser
metálicas, otras imitaron a mis amigos y conocidos, las de más acá cambiaron
hasta el punto de hablar en ladridos mientras que las de más allá usaban
zumbidos insectoides.
Fue en este tercer intento cuando caí desfallecido al suelo, incapaz de
soportar el ritmo de millones de conversaciones al mismo tiempo en mi
cabeza.
Justamente cuando rocé el suelo con los labios sucedió algo todavía más
extraordinario. De repente las voces se acallaron con un murmullo hueco al
mismo tiempo que durante unos segundos levité a dos centímetros del suelo mientras
que las espirales se iban igual que vinieron.
Yo observaba este espectáculo con los ojos dilatados. La respiración poco a
poco se fue normalizando. El pelo volvió a su lugar tradicional. Todo ello
inmovilizado flotando encima del suelo. Sin poder mover un solo musculo.
Elevación que duro hasta que la última de las espirales se desvaneció. Momento
en el que apareció la serpiente siseando de entre las sombras y yo caí calmada
y tranquilamente por tercera vez consecutiva al suelo. La serpiente se acercó reptando
hasta mi y noté que mis músculos de habían destensado, todos menos los de la
pierna izquierda.
La misma pierna que me fallo en mi primera caída. Estaba como muerta, igual que
si estuviera hueca, falta de hueso, de columna que la soportase. Se parecía más
a una rama que a una pierna. No sé como logré incorporarme lentamente y medio
sentado.
Pero una vez hecho esto pude observar como mi pierna había adquirido un extraño
color amarillento durante la noche. Un color que se iba oscureciendo hasta el
naranja situado en forma de mancha abrigando una mordedura.
Mordedura en la que se dejaban ver sin ningún tipo de pudor las dos
perforaciones hechas por los colmillos de la serpiente. Incluso supuraba algo
blanco que se mezclaba con el sudor. En la zona de la herida la piel estaba
ligeramente levantada por efecto de la ponzoña inyectada mientras dormía. Era
tan repulsivo que no se cómo en medio de mis mareos y nauseas envenenadas logre
reprimir el desmallo.
La serpiente simplemente siseo algo que mis oídos no llegaron a entender. La
fiebre subía a cada silaba que salía de esa boca que había mordido mi pierna.
Puede que quisiera decir que eso era el precio por el agua y haberme salvado de
la deshidratación, un par de días de mal estar general. Aunque también puede
que fuera una despedida.
Porque después de pronunciar las palabras que fueran las que fuesen que
pronunciaron, volvió a la oscuridad y se fue de su propia madriguera usando
como salida un agujero diminuto por el que no cabía ni mi mano. Adiós
serpiente. Simplemente se fue y no volvió más.
Pese a todo no perdí la esperanza, decidí esperarla por si volvía. De todos
modos no podía ponerme en pie por mí mismo y tumbado recibiendo el calor húmedo
de la estancia volviendo a ayunar forzosamente durante dos largos, aburridos y
febriles días esperé en vano a mi salvadora.
El calor era agobiante y pegajoso. El sudor se convirtió en mi segunda piel.
Una piel que luchaba por pegarme eternamente los párpados a los ojos. Los
cuales impulsados por la calenturienta fiebre, los mareos y el sueño no
tardaron en ceder para hacer que pasara el primer día durmiendo.
En el segundo día la fiebre debió de decidir darme un respiro y bajar. Fueron
unas agradables vacaciones febriles en las que pase de cerca de 40º a los 37º.
Aún así seguía siendo dueño de un cuerpo que no me respondía, parecía más bien
un muñeco de trapo impulsado por corrientes calientes de aire.
Me levanté tambaleante y con un malsano embotamiento en
las tripas. Podía emitir más sonidos por el estomago que por la boca misma. Las
heridas estaban casi curadas pero no tenía fuerzas ni para respirar por la
boca. El más mínimo soplo de aire me habría tumbado y dudo que mi cuerpo me
permitiera volver a ponerme en pie.
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